Llega un momento en el amor en el que
uno se da cuenta de la estafa de que ha sido víctima. No me creo que
yo sea de los pocos a quienes siempre les ocurra igual: conocer a
alguien, percibir ciertas cualidades maravillosas, casi redentoras en
ella, encontrarle ciertos encantos únicos que elevan a la categoría
de milagro el hecho mismo de haberla conocido, planificar, ahondar
más en ese ser que crees que será el ser de tu vida, y poco a poco
después ir descubriendo que no, que te aburren sus batallas del trabajo,
que no le interesa en realidad lo que durante vuestro periodo de
entusiasmo tanto parecía interesarle, que ese ser que uno soñaba
tan único abriga la misma mundanidad y tanta flojera y egoísmo como
el resto de nosotros; que uno, en definitiva, no es ningún
privilegiado.
Esos rostros que uno se encuentra tan
demacrados a mi edad vienen de eso, creo yo: no tanto del desgaste
físico como del otro, llamémosle como gustemos. De tanto desengaño
que nos va nublando los ojos y tanto mito derrumbado.
Es necesario como yo voy a hacer ahora
buscar algo nuevo con ese ser, oponerse al desengaño no venciéndolo,
sino corriendo a la búsqueda de uno nuevo. Ahora bien, no teniendo hijos, ¿cuál
es el motor que mueve esta ilusión por seguir adelante? Uno sabe que
es necesario hacerlo, que por alguna contradictoria disposición interior,
aunque los años y la experiencia lo vayan convirtiendo en un
sosegado misógino, necesita a esa coquette que toda mujer lleva dentro para seguir viviendo.