Uno sigue viéndose reo de deseo.
Ayer, después incluso de haberme masturbado solo en casa, la escribí para
reconocerle que la echaba de menos, que mi vida sin ella no me gusta nada. Me doy
cuenta de que haber hecho esto es una imperdonable flaqueza, por ser el deseo
quien dice estas cosas por boca de uno, si bien la boca de uno es también, por
otra parte, deseo. La otra instancia interior, la que razona, o que cree que razona
algo, piensa que ella no le haría feliz fuera de la cama, que ella no es una
mujer para él, que le aburriría a partir de la segunda embestida, que no es muy
inteligente, que tiene unas amistades penosas, una cultura muy por debajo de la
más elemental mediocridad, que ni siquiera, una vez conocida, le cae demasiado
bien su estruendo y frivolidad. Sabe todo esto y sin embargo añora
desesperadamente su cuerpo, su calidez, su entrega y su olor. Esto es saberse
uno en el peligro, tan poco romántico, del preso en las redes del deseo.
Me acuerdo de hace un año, ya
loco por ella de algo que yo creía amor, por entonces, cuando a propósito iba a
jugar al tenis en las inmediaciones de su casa. Había mirado la dirección en el
sobre de la nómina, no solo a hurtadillas sino incurriendo en delito, o falta,
no sé, porque la Ley no permite hacer eso. Así que averigüé ilegalmente dónde
vivía y durante semanas rondé por su barrio, sin que ella supiera siquiera por
aquel entonces de mis esperanzas por conocerla mejor. Yo la veía entonces como
la ve el resto de la gente de la oficina ahora, una mujer alegre, vital,
básicamente buena. La veía guapísima. Esa mujer que yo veía, que yo tanto
deseaba, y a la que yo tanto había soñado, ay, como un posible amor, ya no
existe, una vez conocida, desvelada, despatarrada y expuesta. Diría pues que la
mujer real nos gusta menos que la imaginada, que el conocimiento de la persona
real mata el amor, que es siempre, solo, misterio. Esa brumosa ilusión de hace
unos meses por, digamos, la totalidad de su ser se ha esfumado en este tiempo,
no teniendo yo ninguna gana de iniciar una relación seria con ella. La sola
idea de formar parte de su vida o ella de la mia, de pasar juntos horas y horas
en íntima compañía me produce no tanto horror como pereza. Qué forma de virar
los anhelos, las imaginaciones, en fin, así es la vida.
La he pedido hablar la semana
próxima, comer juntos, para explicarle todo esto: básicamente que vivo en lucha
con mi deseo e intentar acostarme con ella toda la tarde, a modo de despedida.