sábado, 14 de noviembre de 2015

Europa blanda

El fin de semana pasado un grupo de amigos salimos por Madrid y a todos nos sorprendió, molestándonos naturalmente, encontrarnos el centro repleto de policías. En todas las calles, desde Atocha a Tribunal, había una o varias patrullas haciendo guardia. Constantemente, para asombro de todos, pasaban coches que bañaban el interior de los bares de esa molesta luz azul, tensando el ambiente de la otrora dulce noche madrileña. Ante un espectáculo tan conspicuo y de tan mal agüero quienes salimos en busca de un poco de esparcimiento tomamos generalmente dos actitudes. Cada una de estas dos actitudes representa uno de los dos tipos de españoles posibles hoy en día. Por un lado tenemos al español que acusa en la presencia policial una amenaza, un peligro que no ve ni conoce, que ni siquiera sospechaba antes de salir, pero que, considera, debe estar ahí. Y de otro lado tenemos al español al que le molesta constatar la represión gratuita con que el estado pretende someternos (hablando de la mucha policía que pasaba, un camarero me expuso su rocambolesca teoría, consistente en un oscuro complot del Poder frente a los abnegados ciudadanos).
En cualquiera de los dos casos, el siniestro despliegue de los cuerpos y fuerzas de seguridad es un símbolo que apuntala, para unos y otros, dos sensaciones compartidas: por un lado nos agua un poco la fiesta a todos (ya se sabe que: “mucha policía, poca diversión”), desbaratando la ilusión de que nos envuelve un ambiente amable, necesario para disfrutar; y por otro lado, sea quien sea el supuesto enemigo (fuerzas  hostiles y ocultas en el interior de la sociedad, o bien un estado policial que nos subyuga), refuerza nuestra convicción de inocencia frente a un mundo perverso.

Después de conocer la detención hace unas semanas de algunos yihadistas en Madrid, dispuestos para una acción inminente en la capital, y más aún después de lo sucedido ayer, en París, es difícil seguir defendiendo la postura (llamémosla de izquierdas) de una teoría conspirativa y opresora del estado contra la ciudadanía. Solo un acto de extremismo ideológico, ajeno a la más elemental razón, puede enturbiar el entendimiento de que nuestro modo de vida occidental vive amenazado por fuerzas igualmente irracionales, igualmente ideológicas, e igualmente reales, si bien opuestas a las nuestras. Este extremismo ideológico propio de una rama de nuestra sociedad se arruga avergonzado ante el martirio de su propia gente, ya que considera (aunque de una forma bastante vaga) que algo así nos amenaza o nos sucede porque en el fondo nos hemos hecho merecedores de correctivo por nuestro imperialismo económico y nuestra nula tolerancia, por la guerra de Irak y otras porfías consistentes, a grandes rasgos, en que nuestro modo de vida capitalista es inmundo.
Llamo extremista a esta gente porque su exceso de ideología les impide percibir la realidad del mundo en el que viven, así como el lugar que ocupan en él. Parecen negarse a entender que su modo de vida bohemio y liberal solo es posible en el seno de ese régimen capitalista que ellos consideran tan atroz, y que es precisamente ese modo de vida suyo el castigado por los extremistas de signo contrario. Unos pacen en la extrema ideología de la culpa y la penitencia, a los otros la suya les entrega al éxtasis del castigo y el juicio final. Se trata de la apoteosis dialéctica de la víctima y el verdugo.

La fiesta termina y el mundo real vuelve. Entre la idiotez telecinquera y la tapita de bar se nos cuela el uniforme policial, poco después el tiempo de la resonante historia. Entonces, algunos de nuestros conciudadanos parecen aliviarse en una idea casi bíblica de su inocencia elemental, ensuciada por el pecado de  en un mundo corrompido, que bien puede merecer, después de todo, el ser pasado a fuego. Otros tenemos más bien un concepto distinto, casi jurídico, de la nuestra, asumiendo la contingencia, que siempre es violenta, de nuestro modo de vida y no considerando justo que unos hijos de la gran puta vengan a castigarnos por ser como somos.

Si Occidente pretende sobrevivir necesita que sus corderos se aparten de ese campo de batalla en el cual, a veces, se arbitra la historia.

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