sábado, 12 de agosto de 2017

Deseo

Uno sigue viéndose reo de deseo. Ayer, después incluso de haberme masturbado solo en casa, la escribí para reconocerle que la echaba de menos, que mi vida sin ella no me gusta nada. Me doy cuenta de que haber hecho esto es una imperdonable flaqueza, por ser el deseo quien dice estas cosas por boca de uno, si bien la boca de uno es también, por otra parte, deseo. La otra instancia interior, la que razona, o que cree que razona algo, piensa que ella no le haría feliz fuera de la cama, que ella no es una mujer para él, que le aburriría a partir de la segunda embestida, que no es muy inteligente, que tiene unas amistades penosas, una cultura muy por debajo de la más elemental mediocridad, que ni siquiera, una vez conocida, le cae demasiado bien su estruendo y frivolidad. Sabe todo esto y sin embargo añora desesperadamente su cuerpo, su calidez, su entrega y su olor. Esto es saberse uno en el peligro, tan poco romántico, del preso en las redes del deseo.
Me acuerdo de hace un año, ya loco por ella de algo que yo creía amor, por entonces, cuando a propósito iba a jugar al tenis en las inmediaciones de su casa. Había mirado la dirección en el sobre de la nómina, no solo a hurtadillas sino incurriendo en delito, o falta, no sé, porque la Ley no permite hacer eso. Así que averigüé ilegalmente dónde vivía y durante semanas rondé por su barrio, sin que ella supiera siquiera por aquel entonces de mis esperanzas por conocerla mejor. Yo la veía entonces como la ve el resto de la gente de la oficina ahora, una mujer alegre, vital, básicamente buena. La veía guapísima. Esa mujer que yo veía, que yo tanto deseaba, y a la que yo tanto había soñado, ay, como un posible amor, ya no existe, una vez conocida, desvelada, despatarrada y expuesta. Diría pues que la mujer real nos gusta menos que la imaginada, que el conocimiento de la persona real mata el amor, que es siempre, solo, misterio. Esa brumosa ilusión de hace unos meses por, digamos, la totalidad de su ser se ha esfumado en este tiempo, no teniendo yo ninguna gana de iniciar una relación seria con ella. La sola idea de formar parte de su vida o ella de la mia, de pasar juntos horas y horas en íntima compañía me produce no tanto horror como pereza. Qué forma de virar los anhelos, las imaginaciones, en fin, así es la vida.

La he pedido hablar la semana próxima, comer juntos, para explicarle todo esto: básicamente que vivo en lucha con mi deseo e intentar acostarme con ella toda la tarde, a modo de despedida.

miércoles, 20 de julio de 2016

Libertad para qué.

Yo antes pensaba que la política era una cosa bien distinta a lo que ahora veo que es. Yo antes pensaba que los políticos estaban en sus puestos para representar a la gente, que el parlamento, en últimas, era una especie de emanación de la soberanía popular. Pensaba, así, en el político como en una figura  ni siquiera trágica, sino ridícula más bien, ya que su conducta (declaraciones, filias, fobias) obedecía al cuerpo social como una marioneta, encarnándolo.
Es decir yo estaba poseído de una fe ciega en la libertad sustancial del ser humano, que quiere o desea por encima (nunca pensé seriamente en esto, me doy cuenta ahora) de las circunstancias en que le tocó vivir. Que quiere y desea tan ligeramente como el pajarito ahora se come un insecto cualquiera, ahora cambia de rama.
Mi empresa , la empresa donde trabajo quiero decir, fue comprada por un grupo inversor hace tres años. Antes de la compra era una mediana empresa familiar que funcionaba bien, proporcionaba un buen dinero a sus dueños y a sus empleados les permitía ocuparse tranquilos en su trabajo. En el momento de la compra el personal, aunque joven, era ya bastante antiguo. Llevábamos una media de 10-15 años allí. Nos conocíamos todos y, aunque sería exagerar afirmar que éramos amigos, nos llevábamos bastante bien. Había rencillas (había y hay muchas mujeres), pero eran más o menos lúdicas, poca cosa. En general, quiero decir, había buen ambiente.
Tres años después de la compra he tenido una grave lesión. Estoy de baja trabajando desde casa. Por mi trato con ellos, en estas circunstancias tan especiales para mí, advierto que gente a la que conozco desde hace casi quince años apenas me ha preguntado por mi lesión, que quien lo ha hecho ha despachado el asunto como un trámite que nada le importa en medio de sus propios agobios. Unos y otros, a quienes tantos años había supuesto “una forma de ser” concreta resulta que son otros, abrumados bajo el peso del trabajo, del miedo, sin darse cuenta.  Yo mismo estando allí no me doy tanta cuenta como aquí, retirado en esta paz. ¿Habré cambiado también yo?
Un nuevo poder (más opresor, más intimidatorio e impersonal) que solo busca sacar más tajada a corto plazo los ha modelado desde arriba. Es cierto que el lugar en el que yo trabajaba era un pozo de estupidez sin fondo, pero era un lugar humano al fin y al cabo, una sociedad viva de gente libre que se ha convertido, sin que ninguno nos demos cuenta, en un enjambre eficaz.  Me hago pues a la idea ahora de que la política y las sociedades son algo similar, que la materia humana es demasiado feble para entenderla. ¿Cuál es la naturaleza del hombre? ¿La de la colmena que persigue una laboriosa eficiencia? ¿La nómada? ¿Aventurera? ¿Religiosa? ¿Es la vida de un insecto, de un esclavo, una vida que quepa calificar de humana?

La clave está en este concepto de libertad humana, claro, porque ¿podemos decir que una abeja no es libre? Cuando digo que perdemos libertad lo que hacemos en realidad es cambiar de contenido semántico la palabra “libertad”, una palabra para mi indescifrable. 

sábado, 14 de noviembre de 2015

Europa blanda

El fin de semana pasado un grupo de amigos salimos por Madrid y a todos nos sorprendió, molestándonos naturalmente, encontrarnos el centro repleto de policías. En todas las calles, desde Atocha a Tribunal, había una o varias patrullas haciendo guardia. Constantemente, para asombro de todos, pasaban coches que bañaban el interior de los bares de esa molesta luz azul, tensando el ambiente de la otrora dulce noche madrileña. Ante un espectáculo tan conspicuo y de tan mal agüero quienes salimos en busca de un poco de esparcimiento tomamos generalmente dos actitudes. Cada una de estas dos actitudes representa uno de los dos tipos de españoles posibles hoy en día. Por un lado tenemos al español que acusa en la presencia policial una amenaza, un peligro que no ve ni conoce, que ni siquiera sospechaba antes de salir, pero que, considera, debe estar ahí. Y de otro lado tenemos al español al que le molesta constatar la represión gratuita con que el estado pretende someternos (hablando de la mucha policía que pasaba, un camarero me expuso su rocambolesca teoría, consistente en un oscuro complot del Poder frente a los abnegados ciudadanos).
En cualquiera de los dos casos, el siniestro despliegue de los cuerpos y fuerzas de seguridad es un símbolo que apuntala, para unos y otros, dos sensaciones compartidas: por un lado nos agua un poco la fiesta a todos (ya se sabe que: “mucha policía, poca diversión”), desbaratando la ilusión de que nos envuelve un ambiente amable, necesario para disfrutar; y por otro lado, sea quien sea el supuesto enemigo (fuerzas  hostiles y ocultas en el interior de la sociedad, o bien un estado policial que nos subyuga), refuerza nuestra convicción de inocencia frente a un mundo perverso.

Después de conocer la detención hace unas semanas de algunos yihadistas en Madrid, dispuestos para una acción inminente en la capital, y más aún después de lo sucedido ayer, en París, es difícil seguir defendiendo la postura (llamémosla de izquierdas) de una teoría conspirativa y opresora del estado contra la ciudadanía. Solo un acto de extremismo ideológico, ajeno a la más elemental razón, puede enturbiar el entendimiento de que nuestro modo de vida occidental vive amenazado por fuerzas igualmente irracionales, igualmente ideológicas, e igualmente reales, si bien opuestas a las nuestras. Este extremismo ideológico propio de una rama de nuestra sociedad se arruga avergonzado ante el martirio de su propia gente, ya que considera (aunque de una forma bastante vaga) que algo así nos amenaza o nos sucede porque en el fondo nos hemos hecho merecedores de correctivo por nuestro imperialismo económico y nuestra nula tolerancia, por la guerra de Irak y otras porfías consistentes, a grandes rasgos, en que nuestro modo de vida capitalista es inmundo.
Llamo extremista a esta gente porque su exceso de ideología les impide percibir la realidad del mundo en el que viven, así como el lugar que ocupan en él. Parecen negarse a entender que su modo de vida bohemio y liberal solo es posible en el seno de ese régimen capitalista que ellos consideran tan atroz, y que es precisamente ese modo de vida suyo el castigado por los extremistas de signo contrario. Unos pacen en la extrema ideología de la culpa y la penitencia, a los otros la suya les entrega al éxtasis del castigo y el juicio final. Se trata de la apoteosis dialéctica de la víctima y el verdugo.

La fiesta termina y el mundo real vuelve. Entre la idiotez telecinquera y la tapita de bar se nos cuela el uniforme policial, poco después el tiempo de la resonante historia. Entonces, algunos de nuestros conciudadanos parecen aliviarse en una idea casi bíblica de su inocencia elemental, ensuciada por el pecado de  en un mundo corrompido, que bien puede merecer, después de todo, el ser pasado a fuego. Otros tenemos más bien un concepto distinto, casi jurídico, de la nuestra, asumiendo la contingencia, que siempre es violenta, de nuestro modo de vida y no considerando justo que unos hijos de la gran puta vengan a castigarnos por ser como somos.

Si Occidente pretende sobrevivir necesita que sus corderos se aparten de ese campo de batalla en el cual, a veces, se arbitra la historia.

sábado, 31 de octubre de 2015

Soledad

Por más que nos congreguemos en cenas, bautizos, oficinas.
Por más papá y mamá y hola qué tal cómo te va.
Por más que nos enternezcamos viendo ñoñas películas,
de las que algo (poco) se comenta luego.
Por más que nos hagamos ilusiones de librarnos de las conversaciones enlatadas con esa persona tan superespecial que hemos encontrado, al, fin, después de todo.
Por más que tan a menudo nos ofrezcan mendaces consuelos.
Por más que percibamos en el brillo momentáneo de unos ojos un fondo, por fin un fondo en el que descansar y mecer nuestro ego.
Por más que creamos haber encontrado por fin esos ojos y esos oídos que nos escuchan, y que estarán ahí siempre disponibles para nosotros.
Por más que estén la política y el fútbol y demás asuntos para darnos pretextos.
Por más que compartamos necesidades y anhelos, anécdotas, frustraciones, y un casi infinito etcétera.
Por más que todo esto nos pase…

…acertaste, hermano, sí, estamos solos cada uno sin más que breves.

sábado, 25 de enero de 2014

Mítico amor

Llega un momento en el amor en el que uno se da cuenta de la estafa de que ha sido víctima. No me creo que yo sea de los pocos a quienes siempre les ocurra igual: conocer a alguien, percibir ciertas cualidades maravillosas, casi redentoras en ella, encontrarle ciertos encantos únicos que elevan a la categoría de milagro el hecho mismo de haberla conocido, planificar, ahondar más en ese ser que crees que será el ser de tu vida, y poco a poco después ir descubriendo que no, que te aburren sus batallas del trabajo, que no le interesa en realidad lo que durante vuestro periodo de entusiasmo tanto parecía interesarle, que ese ser que uno soñaba tan único abriga la misma mundanidad y tanta flojera y egoísmo como el resto de nosotros; que uno, en definitiva, no es ningún privilegiado.

Esos rostros que uno se encuentra tan demacrados a mi edad vienen de eso, creo yo: no tanto del desgaste físico como del otro, llamémosle como gustemos. De tanto desengaño que nos va nublando los ojos y tanto mito derrumbado.

Es necesario como yo voy a hacer ahora buscar algo nuevo con ese ser, oponerse al desengaño no venciéndolo, sino corriendo a la búsqueda de uno nuevo. Ahora bien, no teniendo hijos, ¿cuál es el motor que mueve esta ilusión por seguir adelante? Uno sabe que es necesario hacerlo, que por alguna contradictoria disposición interior, aunque los años y la experiencia lo vayan convirtiendo en un sosegado misógino, necesita a esa coquette que toda mujer lleva dentro para seguir viviendo.