martes, 16 de agosto de 2011

Peleón


Una demencial potencia nos obliga a luchar por ascensos en el trabajo, por ganar millones, nos seduce para putear al prójimo o por ejemplo para dedicarle tiempo a esto, a escribir en un blog y hacerse un grupo de lectores/amigos/admiradores; aunque en cada una de sus manifestaciones aparece como distinta, la potencia que nos hace aspirar a méritos como éstos es siempre una y la misma; y es primaria, pura. Dicho llanamente se trata de esa manía tan nuestra de "ser alguien" en el mundo o para el mundo, de alimentar la ilusión de nuestra propia importancia sobre la tierra, crearse un ego propio digno de estimación. Parece una tontería, un innecesario capricho de la especie, pero esta aspiración para nada es tonta: Mira por algo tan inexcusable como la supervivencia.

La alegre y sabia y oscura naturaleza prosigue, como sabemos, premiando lo fuerte en nosotros; no existiendo clan o tribu resta el individuo, así que ese espejismo tan denostado del "yo" debe afirmarse para sobrevivir. Nada más favorable en estos tiempos para que el hombre se aferre a la dura tierra que un ego descomunal sobre el cual afianzar la vida. Para contribuir a ella, a la vida, si se piensa sin prejuicios no existe una diferencia mas que de grado entre el déspota sanguinario y el poeta popular o el santo. Veo a esos católicos felices por Madrid y pienso en la arrogancia de quien se arrodilla y reza, por ejemplo, dirigiéndose personalmente al Creador de todo este universo como teniendo hilo directo con El, un acto devoto cuya vanidad hace palidecer la megalomanía de los más atroces emperadores y conquistadores que se nos puedan ocurrir. La construcción de catedrales y las peores masacres tienen una misma raíz: el terror de la razón que nos impone la vida.

En realidad la vida biológica no precisa argumentos en favor suyo. Una mosca por ejemplo, un gato, un chimpancé viven sin más, sin saber por qué ni para qué ni qué es eso que acontece, porque no les sucede a ellos. Pero como dice mi madre nosotros estamos condenados a vivir en sociedad, en cuyo seno debemos desarrollar una personalidad válida para el grupo. Esa trampa mental que permite al hombre seguir agitándose nos hace despiadados e ilustres, y desgraciados también. Nuestra más sofisticada herramienta de supervivencia constituye también nuestro mayor peligro, padecemos los achaques del ego; y del mismo modo que la conciencia nos presta nuestro sustento, se erige además en nuestra más orgullosa enemiga.

La naturaleza, siempre tan equilibrada, parece compensarnos de nuestra piruetas metafísicas con los atroces tormentos del civilizado.


Bueno, ya está.

Un saludo a todos.

1 comentario:

  1. Es verdad, pero no siempre.

    Conozco gente que tiene tanta sensibilidad y consideraciòn, como los mandriles culones de las islas Aleutianas.

    Un abrazo.

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