domingo, 10 de julio de 2011

Joven cronopio abofeteado

Ser algo similar a eso que Cortázar llamaba un cronopio trae ciertas desventajas. Es un biotipo que generalmente atrae a cierto tipo de mujeres (las que no buscan un marido). Y facilita además, bajo mi punto de vista, que la música o la poesía puedan invadirlo a uno (entiendo dentro de estas buenas cualidades estéticas apreciar un bonito paisaje o llevarse bien con niños o mascotas). Pero desde un punto de vista funcional ser un poco cronopio resulta desastroso.

Ayer estuve en el cumpleaños de un viejo amigo de la infancia con quien compartí desasoiegos y momentos memorables en la juventud. Fue en su época un cronopio ejemplar, dedicadísimo, hasta que se casó, se cansó (ya advertía Lope la sabiduría de la lengua castellana que entre casado y cansado no ponía más que una letra; digamos que para don Lope de Vega el camino semántico iba de casado a cansado pero que para mi es, además, a la inversa, es decir que uno se cansa de su libertad y entonces se casa, y luego acaba también cansado de estar casado, a menos que se sea muy católico). El caso es que con mi amigo o ex-amigo ya no tengo mucho en común, pero ahí seguimos, no entiendo por qué. El cumpleaños era de su hijo, que es mi ahijado, con quien tengo una excelente relación.

Bueno, intentaré abreviar porque tengo comprobado que que las entradas muy largas no las lee ni el Tato, y la verdad es que hoy sí pretendo hacerme un público que me anime un poco. Es bastante triste.

Veamos.
Las fiestas de mi amigo están siempre atiborradas de familiares suyos, con quienes no tengo mucho trato. Otro amigo y yo, en previsión de esto, habíamos acordado ir juntos para pasar mejor el trago. El caso es que mi otro amigo no apareció ni contestó a mis llamadas ni a mis mensajes, y yo me encontré de pronto allí rodeado de cuasidesconocidos, con el móvil en la mano, desamparado, confundido, más cronopio que nunca. Y sin amigos.

Me puse a contar gente. Había cincuenta y tres adultos y quince niños, yo incluido. Todos tenían entre sí una relación estrecha, familiar, y yo como de costumbre era el cabo suelto, y sin novia encima. Mi ahijado cumplía dos añitos y yo llegué allí con un xilófono para él que ni siquiera abrió, deslumbrado como estaba por algunas decenas de regalos magníficos recibidos antes.

Al poco rato la mujer de mi amigo me presentó a un tipo calvo al que no conocía, y me informó de que él y yo habíamos sido compañeros de clase en el colegio. El me recordaba bien. Se acordaba de mi nombre y primer apellido, de un chándal que yo tenía, de mi mochila de cuero con cremallera, de mis mofletes y mis rizos y mis gafas. Yo en cambio no me acordaba de él, ni siquiera me sonaba su nombre. Entonces me habló (tenía unos ojos frustrados, tristes, con un párpado superior que denotaba cierto rencor hacia el mundo) qué era lo que más recordaba de mi en clase, algo que al parecer y por las veces que me lo contó le tenía obsesionado, y aun diría que indignado. Y es que nuestro profesor en 3º, 4º y 5º, padre de un compañero nuestro, tenía por costumbre llamarme a su mesa, pedirme con calma que me quitara las gafas, quitarse el anillo de casado y propinarme un bofetón. Esto, me contaba crispado mi excompañero, “lo hacía todos, todos los días”. A mi me sorprendió que recordara con tanta viveza algo que yo no recordaba, si bien vagamente yo sé que es cierto, o casi (es seguro que mi profesor no me zurraba todos, todos los días). Es decir que esto es un capítulo de mi infancia, a todas luces traumático, que yo había eliminado de mi memoria consciente, y es seguro que cualquier psicoanalista, psicólogo o psiquiatra extraería si yo me pusiera en sus manos de esta anécdota no pocas rarezas que ahora me aquejan y me impiden ser una persona normal. A partir de ahora, gracias a ese tipo, excompañero mio, puedo repartir desde una perspectiva psicologista las culpas de mi muchos fracasos entre mis padres y este hombre al que apenas recuerdo, que debe ser viejísimo ya, si no se ha muerto el cabrón.

Un rato después, entre morcillas de arroz y butifarras, encontré entre la muchedumbre a una pareja de cuarentones que se querían realmente. Quiero decir que se querían del modo en que yo entiendo que un matrimonio debe quererse pasada ya la edad de la pasión amorosa. Esto me llenó de ternura. Me acerqué y hablé con ellos. Eran vecinos de la madre de la mujer de mi amigo, y eran encantadores.
Luego cuando se marchó una animadora infantil que habían contratado me senté a fumar. Hablé con unos cuantos que se me acercaron, y vi a los niños jugar por el jardín mientras anochecía.
La gente de mi edad, gente de clase media alta, hablaban de todo en nutridos grupos. A mi más que ninguna otra cosa, su tono de conversación me mantenía alejado de ellos. No me gustaban.
Había dos muchachas más jóvenes y bien vestidas que guapas, a cuya conversación me arrimé para coger un sándwich de nocilla. El tono enfático que empleaban me resultó aun más espantoso que el de los mayores.

Ayudé a una niña a lavarse la pintura de la cara. La animadora les había pintado. Luego se acercó al baño un niño con la máscara de spiderman, que también le lavé, luego otro pintado de león.

Hablé un minuto con mi amigo, el padre, de un asunto de su trabajo. Aunque yo no le había pedido explicaciones, adoptó un tono fatuo para no decirme cuánto le había costado la fiesta. Se limitó a decir que yo “no me lo podía ni imaginar lo que le había costado”. Aparte de esto estaba muy orgulloso de cuánta gente había ido, yo le dije que cincuenta y tres adultos, él y yo incluidos, y quince niños. El me miró triunfal, se hinchó de satisfacción y yo le miraba a los ojos fumando sin entender nada, pensando que no hay en este mundo nada más ridículo que un cronopio que se pasa a fama, como si eso se eligiese.

Lo pasé bien, pero hoy me siento terriblemente solo, como nunca.
¿Tendrá la culpa de esta soledad también aquel profesor? ¿O papá que no me hizo caso? ¿o mamá que me sobreprotegió o no me protegió lo suficiente? Pamplinas, creo. Cada cual se agita como puede en esta chapuza de mundo.

Bueno, si alguien ha llegado hasta aquí agradeceré ayudas, consejos, abrazos de cualquier desconocido que pase... hoy no me siento tan fuerte.

Un saludo.

PD: Estaba también la hermana de mi amigo, que fue una chica muy guapa cuando éramos chavales. Estaba emabarazadísima y me alegré de verla, me contó que mañana, es decir hoy, salía de cuentas. Pero no puedo olvidar que hablando con ella no veía otra cosa que una mata de pelos negros y tiesos que salían de sus narices. Esa imagen no me la quito de la cabeza.

6 comentarios:

  1. no estes triste, no se con q autoridad me atrevo a decirtelo, tienes todo un universo en la cabeza y eso no puede ser malo, algunos nomas tienen nubes,,, hoy al menos por este momento estoy disfrutando de la vista de tu universo.
    femmeicthys

    ResponderEliminar
  2. Bueno, pues un abrazo!! La verdad es que la peor soledad es la que se siente estando rodeado de gente, pero nada de tristeza, hombre, todo pasa!

    1besico

    ResponderEliminar
  3. dios mio qué imágen mas lamentable... aunque no deja de ser divertido este tipo de reencuentro entre cronopios o ex.cronopio.

    serás ya una fama? tal vez...quien te dice.

    saluditoss

    ResponderEliminar
  4. La soledad no es mala.

    El asunto es poder entrar y salir de ella.

    Ese es el quid.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. ¿te diste cuenta que al escribir "Había cincuenta y tres adultos y quince niños, yo incluido", como que te has incluido entre los niños?

    ResponderEliminar
  6. Le envidio la templanza de ánimo JOSÉ JOAQUÍN; yo no hubiera ido a esa fiesta ni a punta de pistola
    Si ya se había buscado una carabina-escudo (que por cierto se rajó con excelente criterio), es porque sabía que el evento era un marrón
    Parece como si fuera obligatorio estar de buena disposición para el calendario que fijan los demás; yo digo que esto no debe ser así, que uno debe hacer las cosas si le apetecen, y borrase en caso contrario. Podría haber ido al día siguiente y tener a su ahijado sólo para sí, en lugar que tener que disputarse el favor que propicia la lógica avaricia infantil ante otros regalos de enjundia (de los que el querubín ya estaría harto)
    Los entresijos del convite, así como su coste, seguramente le importaban a Ud. tanto como la deriva en el siglo XII de las corrientes políticas de Argelia, así que, esto, también podría habérselo ahorrado
    La soledad, no es lo que Ud. sintió en aquel aquelarre del mundo convencional; eso era puro aburrimiento La soledad es una fiesta, en la que el único invitado, es uno y puede decidir si habrá "happening" o zapping

    ResponderEliminar