miércoles, 30 de junio de 2010

Visita

Vino esta mañana mi ahijado al trabajo. Tratándose de un niño de menos de un año quiero decir que su madre, Ofelia, lo trajo en brazos.
La visita ha transcurrido sin anomalías. Cuando Ofelia apareció con el niño en la recepción de la empresa un nutrido grupo de mujeres de todas las edades y departamentos rodeó inmediatamente a madre e hijo. La cantinela propia de tan apresurado coro consiste como todo el mundo sabe en arrumacos, cancioncillas estúpidas incluso para un niño y exclamaciones de admiración hacia la criatura que se dirigen a la madre, halagándola. En pocos minutos, a veces menos, empieza a aparecer por allí algún hombre, o alguna que otra mujer rezagada por algún asunto del trabajo. Pasan unos minutos. Es durante estos minutos inmediatametne posteriores a la explosión de júbilo inicial cuando los concurrentes entran a valorar el parecido del chaval, unos dicen que más al padre, otros a la madre; habitualmente, salvo alguna aberración genética que imposibilite la discusión, unos y otros concuerdan en que el niño se parece mucho a padre y madre, a los dos.
Un poco más tarde llegan otros compañeros de trabajo, más desafectos a la madre, junto con algún mando medio sonriente y discreto. El ritual de este segundo grupo es menos entusiasta, aunque idéntico al anteriormente descrito.
En último lugar baja siempre algún jefazo que le hace tontería simpática de turno al chaval (habitualmente un pellizco en la mejilla, una mano que despeina, gesto sea cual sea ejecutado nunca completamente en broma), y por algún motivo al niño nunca le cae en gracia la broma, ni el jefazo tampoco.
Por último, la madre lo lleva al departamento al que ella pertenece y está allí un rato con sus compañeros habituales, hablando como es menester de cosas referentes al niño y la maternidad. El niño pide una galleta y a mi se me cae la baba viéndole tan contento, tan vivo, con tan poca experiencia y sin ningún cansancio por una situación tan burda. La galleta que tiene es la única galleta. El brillo de los ojos del niño renueva y alumbra lo más trivial de la escena, inunda de luz los objetos que mira y toca. Aquello que fue una grosera grapadora azul pronto queda convertido en sus manos en un fascinante artilugio, un juguete, un milagro ontológico. Todo es así con el niño.
El niño está tan fresco ahora, comiéndose la galleta con apenas tres dientes, buscándome los brazos para que lo agarre.
Hacia el final de la visita nos sacan una foto juntos. Al rato pasamos la foto por el correo interno y yo me veo allí de repente en la pantalla, tan viejo y cabizbajo a su lado, tan paralizado por la conciencia que va trepándonos por los años como una esclerosis, tan fuera de sitio, y el niño tan dentro, que me parece imposible haber sido yo alguna vez como mi ahijado, o que mi ahijado vaya a parecerse a mi algún día. Alma o cuerpo, espíritu o materia. Cuál es la diferencia, la preferencia, qué va antes, qué anima a qué, qué se yo. Acaba capitulando uno, se acepta el ultraje del tiempo un poco de mala gana e incluso, durante un incontenible instante, surge la ilusión de comprender algo.
Luego retomo mi estupor habitual mientras trabajo, es de rigor: facturas, albaranes, frases hechas. Observo por la ventana cómo pasan los camiones y cómo, entre un camión y otro camión, Isa cuela el coche que se lleva al niño.

1 comentario:

  1. Por un momento he pensado que hablabas de las visitas de compañeras de trabajo que vienen a la empresa a "presentar" a sus retoños, y entonces me he acordado que no, que tu estás en Madrid y yo en Murcia...pero es que me ha sonado tan familiar tu relato...

    Un besito!

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