viernes, 27 de agosto de 2010

Ficciones

He leido esta mañana la entrevista a Woody Allen que publica el Mundo en su edición digital (se hace cualquier cosa por esquivar el trabajo aquí dentro), y he leído algo que me ha parecido tan evidente que casi me avergüenzo de no haber reparado nunca en ello. A propósito del futuro que le espera al cine ha dicho Woody, entre otras cosas, que a la gente le gusta llegar a casa y que, por la noche, les cuenten una historia, y que eso es algo que no va a cambiar nunca. Qué simpleza, ¿verdad?.

Hoy día, acostumbrados a los medios de difusión, radios, canales de televisión, deuvedés, discos duros, etc., nos resulta sencillísimo satisfacer nuestra sed de ficciones sin necesidad de un prójimo, sin un emisor físico, personal al que acudir. Antes era la parienta o una prima, la vecina o su hijo, o el concejal quienes, bien con la sustancia de sus propias vidas, bien con sus relatos acerca de la vida de los otros, nos surtían de las historias que necesitamos. El tejido social se configuraba así de entremezclar, transformada en ficción, el pulso de la vida real que latía alrededor. Más allá de estos asuntos mundanos, un relato superior configuraba el lenguaje y la visión del mundo, el cura nos envolvía en un relato mayor, poético. La pluralidad en las lecturas daría más variedad a la vida social, seguramente, que la multiplicación de individuos. Sería complicado imaginar la estrechez de la vida social previa a la imprenta, tanto en la Edad Media, aquí, como en Babilonia... pero yo no estoy preparado para tanto. Quiero decir con todo esto que he asimilado, gracias a esa frase simple de Woody Allen, buena parte de esa literatura francesa que había digerido tan mal en mis años mozos.

No entendía por entonces como ahora esa necesidad esencial de ficción del ser humano. Y sobre todo no entendía como ahora de qué manera esas continuas ficciones configuran y conforman nuestra existencia. Todo aquello que tomamos por importante, verdadero, y demás trascendencias resulta que no son más que ficciones, es decir, mentiras que dicen la verdad, esa siempre necesaria literatura.

viernes, 20 de agosto de 2010

Artemis II

Hablando con Artemis esta mañana me ha dicho que aceptó ayer un puesto de trabajo como limpiadora en el centro de investigación en el que estuvo durante un tiempo trabajando, como científica becada.

Cuando la conocí hace un año estaba a punto de acabar su tesis sobre crustáceos, una tesis en la que sigue estancada. Escribía además unas poesías que me parecieron muy prometedoras, de aliento largo y lánguido, que me parecieron y me siguen pareciendo hermosísimas. Iba a un centro de investigación marina por las mañanas y hacía allí sus cosas microscópicas y tomaba sus notas hasta por la tarde.

Pero lo que destaco aquí de ella, lo que me ha sublevado y por lo que me he sentado a escribir, es ese carácter suyo natural, desinteresado, que no sabe uno si es pureza o ingenuidad. Esa mirada limpia y bondadosa que Artemis vierte sobre el mundo confunde de primeras, se siente que se puede decir lo que se piensa, sin filtros, y al rato se es otro, otro mejor. Después de tantos años de vida el surgimiento de una mujer así es un acontecimiento casi sobrenatural. Nunca noté en ella un mal pensamiento, nada retorcido, ni una palabra que no fuera de enorme empatía hacia el mundo.

Ahora, con casi cuarenta años y no habiendo hecho nunca daño a nadie, habiendo ayudado a obtener papeles a inmigrantes (llegó a casarse con uno), habiendo trabajado gratis por principios, estudiado toda la vida, derrumbados los sueños, Artemis se ocupará de limpiar los váteres y los suelos de quienes fueron sus compañeros de investigación. Ella estará bien, de todas formas. Creo conocerla, y le dará igual y hablará con sus antiguos compañeros con toda naturalidad, con la fregona en mano y los guantes azules puestos no intentará ni por un instante disimular ante ellos que está dolida.

Pero ¿no le da a Dios vergüenza a veces de haber creado un universo tan chapucero?

lunes, 16 de agosto de 2010

Cómo está el servicio público

Hoy no he ido a trabajar, me he despertado con cierto malestar esta mañana y he decidido enviar un mensaje a una compañera avisando de mi ausencia, y acostarme otra vez.
Convertir una leve indisposición como la de esta mañana en una enfermedad (baja de tres días) me mantiene en la ilusión, una vez al año, de que no soy un esclavo del trabajo. Es la pequeña dosis de rebeldía, de malestar hacia el mundo que aun me permito.
Como necesito el papelito del médico para justificar mi baja (una enfermedad intestinal suele ser lo más recurrente en estos casos) he tenido que llamar al ambulatorio para pedir cita.
En mi última baja había que intentar llamar nueve o diez veces hasta que te atendieran, el servicio público no estaba tan mal todavía. Ahora de entrada salta uno de esos contestadores automáticos, médico o pediatra, fecha de nacimiento, nombre, sí, no, etc... unas veces, al final, la llamada se ha resuelto en un corte de línea (piden disculpas antes de cortarte), luego vuelta a llamar, otra vez médico o pediatra, fecha de nacimiento, nombre, sí, no, esta vez el teléfono da tono pero nadie lo coge, y vuelta a llamar... llevo 15 llamadas y no tengo muchas esperanzas, aunque seguiré insistiendo.
Cómo está el servicio público.

domingo, 15 de agosto de 2010

Función sin hijos

Puesto a sincerarme, asumo que mis continuos fracasos en el terreno amoroso no me preocupan en absoluto. Quiero decir con esto que por mi que el juego continúe, que yo estoy más que listo a seguir jugando, probando, derrochando amores. Ya ni siquiera tengo muy claro que busque encontrar a esa mujer de mi vida (¿habrá pasado ya? ¿habrá sido Jimena?) que conozco una vez al mes. Pienso algunos días como hoy que esa búsqueda, romántica sin duda, de la princesa de mis sueños, puede no ser sino un efectivo método utilizado por este picaflor impenitente como arma de conquista. Yo, o sea mi desvalido personaje, atribuido de tiernos caracteres, dolido del amor pero no vencido, buscando incesantemente en los brazos de la mujer la salvación, el perdón, la redención en definitiva, Madonna mía, insistiendo en un papel que se siente bendecido así, por las mujeres.
No obstante, algunas veces me enamoro de veras, o eso creo. Luego todo pasa y queda en nada. En todo caso sigue siéndome imposible determinar si yo soy yo o mi personaje, si cuando creo que empiezo a enamorarme lo hago de veras o me autoengaño para seguir jugando a amar. Las minúsculas decepciones con que finalmente todo se resuelve me las tomo cada vez más, decía, estoicamente, como una perfecta y realizada necesidad. No me preocupa, ya digo, y quizá sea de tanto realizar la acrobacia mental que va del amor posible al imposible que, como quería decir, mi papel pueda tratarse de un truco para poder seguir amando un poco, mientras tanto, mientras la vida pasa.

Sí me duele, y me preocupa, quería decir con todo esto, no haber tenido hijos. Quise desde chaval. Yo ya era una aberración a los 18 años: quería tener hijos, muchos hijos; y mis amigos, que por entonces eran más fiesteros y menos enamoradizos que yo, se burlaban de mí. En los últimos años ellos se han entregado sin embargo a tristes matrimonios, llenos de hijos.

Me tomo mi azarosa vida con las mujeres con la ligereza de un fullero impenitente. En mi no descendencia, sin embargo, sí percibo cierto castigo a mi frivolidad, siento sobre mi el peso de una justicia que no me perdona no haber incurrido en ciertas mentiras necesarias para, llamémosle, el matrimonio.

¿Es posible que, en contra de lo que comúnmente se piensa, la actitud del frívolo, como la del bufón, consista en no estar dispuesto a persistir en ninguna mentira? ¿Que la tan honrada y cacareada dignidad no se asiente sino en un corpus admitido de frivolidades?

Y hablando de las mujeres, ¿No es la visión (cínica) que este domingo tengo del amor por sí misma una derrota en el terreno amoroso? ¿No me convierte el tufillo de esta conciencia en un simulador, no siendo ya un sujeto que ama plena, tontamente?
¿Es mi vida amorosa en definitiva, bajo estas condiciones, una parodia?

Ay!

(algún día escribiré algo más de los hijos, de la descendencia y su último significado para mi, y menos de las mujeres)

jueves, 12 de agosto de 2010

Lola me aprecia

El descubrimiento de los asuntos relativos a la vida íntima tiene una dinámica propia.
De entrada, es necesario estar dispuesto a afrontar estos asuntos con valentía, con cierta transparencia. Es de locos este estar dispuesto a enfrentarse al dolor y a las zozobras que a menudo produce la lucidez, el sujeto corrientemente prefiere reservar sus fuerzas para su propia supervivencia, o su codicia, ocultarse detrás de un telón tejido de mentiras y símbolos, convertido en muñeco. Actúan sabiamente los frívolos, en mi opinión. Sería muy largo entrar en este asunto, y no creo sinceramente que fuera aportar nada mejor, ni nuevo... es un tema bastante trillado este.
A partir de esta disposición interior hacia la claridad, todo lo que sucede después escapa a nuestro dominio. El estar dispuesto a la verdad es la única condición necesaria para sumergirse en los abismos de la intimidad humana.
Lola es una mujer preciosa, adorable, inteligente, perfecta en una palabra. Pero no puedo orbitar a su alrededor. Después de que todo hubiera acabado, el domingo pasado, seguimos manteniendo el contacto por sms durante la semana. Ella se mostró esos días, lunes, martes, miércoles, jueves, graciosamente dolida por mi abandono, coqueta, dispuesta y aun encantada de seguir jugando a que nos gustamos mucho, aunque no nos lleváramos bien. Yo he ido cada vez más entrando en mi papel, el que ella me tendía, de amante eventual, un poco lejano pero presente para ella, levemente cínico aunque dispuesto, cada vez más, para su socorro en cualquier momento.
Y anoche hablé con ella por teléfono. Seguramente aburrida por su triunfo sobre mi voluntad doblegada, cansada del muñeco creado, me dio calabazas, me recordó mi carácter imposible, me dijo que sí, que me apreciaba y tal, pero que no quería quedar conmigo. Rompió mi alegría, la ligereza con que estaba tomandome el asunto, y le bastó un toque sutilísimo (un "yo te aprecio") para hacerme trizas.

Jugó conmigo, quiero decir, y ganó.

Se echa de menos aquel viejo mundo de joven, de cuando no se jugaba a ganar o a perder sino por el placer mismo del juego, de la vida como juego. Se echa de menos cuando se siente que se ha perdido, quiero decir.